La Iliada

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La Iliada

RESUMEN DEL LIBRO LA ILIADA
Autor: Homero
La Iliada comienza con el gran enfado de Aquiles, porque Agamenón, rey de los aqueos y jefe de la expedición griega contra Troya, se ha empeñado en quedarse con su esclava favorita, Briseida. En señal de protesta, Aquiles, con su ejército de mirmidones, decide mantenerse al margen de la batalla, en su campamento, junto a las naves griegas atracadas en las playas del Estrecho de los Dardanelos, cercano a Troya. (El Estrecho de los Dardanelos, Helesponto, es la franja marina que une el mar Egeo con el mar de Mármara; así como el mar de Mármara se comunica con el mar Negro, por el estrecho del Bósforo).  Esta decisión supone un grave perjuicio para los aqueos (nombre genérico dado a los griegos de la época micénica) que son diezmados por los defensores de Ilión, la acosada ciudad troyana donde residía el rey Príamo, padre de Héctor y de Paris, el raptor de Helena, esposa de Menelao, el hermano de Agamenón.
Los pocos días de batallas del décimo año de la guerra contra Troya que abarca el poema de la Iliada, van transcurriendo con suerte alternativa para ambos ejércitos. Los aqueos tratan en varias ocasiones de conseguir que Aquiles abandone su pasividad y les ayude a obtener la victoria, pero él se mantiene en su postura hasta que su amado primo y ayudante, Patroclo, es muerto por Héctor, el líder troyano.
Los dioses, divididos en dos bandos y en continuo ir venir del Olimpo, contemplaban la batalla desde el Monte Ida, situado a unos setenta kilómetros de Ilión, e intervenían en ella de forma encubierta encarnándose en héroes de apariencia humana. Unos apoyaban a los griegos y otros, a los troyanos. Zeus actuaba de árbitro, tomando decisiones en favor de uno u otro bando según consideraba que debía equilibrar la marcha de la batalla. Apolo fue el dios que más se jugó en el apoyo a los troyanos, no en balde la leyenda le atribuye la fundación de Troya.
La muerte de Patroclo
Patroclo, ante la pasividad de su general en jefe, solicitó su permiso para incorporarse a la lucha utilizando las armas y la armadura de Aquiles. 
Aquiles se lo concedió, recomendándole que no se arriesgara demasiado. 
Pero Patroclo, enardecido por el fragor de la contienda, dio muerte a varios troyanos, entre ellos a Sarpedón. Aquello desagradó a Zeus que empezó a planear su muerte y alentó que Héctor y los suyos le acosaran sin descanso. 
Apolo, siguiendo órdenes de Zeus, rescató el cuerpo de Sarpedón para que los "hermanos gemelos, Muerte y Sueño", lo transportaran a Licia y pudiera ser enterrado con todos los honores. Después se encarnó en Asio, tío de Héctor, y se dirigió a él con estas palabras: "...guía los corceles de duros cascos hacia Patroclo y trata de matarle, Apolo te dará apoyo". 
Cuando Patroclo vio que el carro de Héctor se acercaba velozmente, lanzó una piedra que acertó en plena frente del auriga de Héctor, haciendo que sus ojos saltaran de las órbitas, cayendo en el polvo. 
El auriga cayó del asiento a tierra. Héctor descendió del carro y se enfrentó a Patroclo... "Se enfrentaron como dos leones hambrientos que en el monte pelean furiosos por el cadáver de una cierva..., pues así tiraban el uno y el otro del cuerpo exánime del auriga". 
Ayudado por los aqueos, Patroclo se hizo, al fin, con el auriga muerto y siguió atacando a los teucros que defendían a Héctor. Pero había llegado su hora. Apolo, en la confusión del combate, le golpeó por la espalda y le quitó el refulgente yelmo de Aquiles, que rodó sobre el polvoriento suelo por primera vez desde que fuera forjado.
Patroclo sintió que le abandonaban las fuerzas, cuando, de pronto, sintiose alcanzado por la pica de Euforbo. Héctor, al verle herido, fue a su encuentro y "le envasó la lanza por la parte inferior del vientre". Las últimas palabras de Patroclo fueron para Héctor, al que predijo una pronta muerte.
Menelao dio muerte inmediata a Euforbo y se dispuso con los aqueos a defender y rescatar el cuerpo de Patroclo. Ante la llegada de Héctor, pidió ayuda a Ayax y se entabló una fiera lucha entre teucros y troyanos por hacerse con el cuerpo de Patroclo. Ayax le pidió a Menelao que enviara un mensaje a Aquiles avisándole de la muerte de Patroclo, mientras el resto de los combatientes era alentado a defender el cuerpo del muerto. Menelao, a su vez, encargó a Antíloco que trasmitiera el mensaje y se puso a defender el cuerpo de Patroclo que, entre todos, iban retirando perseguidos de cerca por los teucros.
Cuando Aquiles escuchó el nefasto mensaje "Dio un horrendo gemido que oyó hasta su madre, la diosa Tetis, desde el fondo del mar". Tetis se trasladó veloz, con toda su corte de nereidas, junto a su hijo que, al verla, proclamó sus deseos de venganza; ella le respondió..."Breve será tu existencia, a juzgar por lo que dices; pues la muerte te aguarda así que Héctor perezca". A lo que él contestó..."Sufriré la muerte cuando lo dispongan Zeus y los demás dioses inmortales. Pues ni el fornido Hércules pudo librarse de ella".
Tetis le dijo..."Pero tu magnífica armadura, regalo de los dioses a tu padre Peleo el día que me colocaron en su tálamo, la tiene Héctor que se vanagloria de cubrir con ella sus hombros..." - y añadió - "Tu no entres en combate hasta que mañana, al romper el alba, te traiga una hermosa armadura fabricada por Hefesto (Vulcano)". Dicho esto, la diosa envió sus acompañantes al seno del anchuroso mar y se dirigió al Olimpo para encargar la magnífica armadura.
Mientras, la pelea por el cuerpo de Patroclo continuaba entre teucros y aqueos y todo indicaba que Héctor y los suyos se iban a apoderar del macabro botín. Pero la diosa Iris, enviada por Hera (Juno), se presentó ante Aquiles y le dijo: "Levántate y no yazcas más; avergüéncese tu corazón de que Patroclo llegue a ser juguete de los perros troyanos; pues debiera ser para ti motivo de afrenta que el cadáver sufra algún ultraje". "¿Pero cómo habría de combatir sin mi armadura?"- preguntó Aquiles. A lo que ella contestó: "Basta con que te muestres a los teucros a la orilla del foso que rodea las naves para que, temiéndote, cesen de pelear".
Tres veces, el divino Aquiles, gritó a orillas del foso y tres veces se turbaron los teucros; y doce de los más valiosos guerreros murieron atropellados por los carros y heridos por sus propias lanzas. Los aqueos, aprovechando la confusión causada por las tremendas voces de Aquiles, consiguieron poner a Patroclo fuera del alcance de los enemigos y se encaminaron hacia el campamento.
Hera, la de los grandes ojos, obligó al sol infatigable a hundirse, mal de su grado, en la corriente del Océano y, una vez puesto, los divinos aqueos suspendieron la enconada pelea y el general combate. Los troyanos pensaron en regresar al amparo de la amurallada Ilión por temor a Aquiles si permanecían en campo descubierto, pero Héctor se opuso y expresó su deseo de enfrentarse al mirmidón: "Me propongo no huir de él sino enfrentarlo en batalla horrísona; y alcanzará una gran victoria o seré yo quien la consiga. Que Ares (Marte) es a todos común y suele causar la muerte del que matar desea".
En el campamento griego, Aquiles lloraba y velaba el cadáver de su amigo: "Esta tierra me contendrá en su seno, ya que he de morir, ¡oh Patroclo!, después que tú. No te haré honras fúnebres hasta que traiga tus armas y la cabeza de Héctor. Degollaré ante la pira funeraria, para vengar tu muerte, doce hijos de ilustres troyanos, y en tanto permanezcas tendido junto a las corvas naves, te rodearán, llorando noche y día, las troyanas y dardanias de profundo seno que conquistamos con nuestro valor y la ingente lanza, al entrar a saco en las opulentas ciudades de hombres de voz articulada".
La furia de Aquiles
Cuando la aurora, de azafranado velo, se levantaba de la corriente del océano para llevar la luz a los dioses y los hombres, Tetis llegó a las naves con la fulgente armadura que Hefesto le había forjado. Halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver de Patroclo, llorando ruidosamente, rodeado de muchos amigos que derramaban lágrimas.
Tetis, la de la casta de Zeus, divina entre los dioses, cogió la mano de Aquiles y le habló de este modo: "Hijo mío, a pesar de nuestra aflicción, dejemos yacer a Patroclo, ya que sucumbió por designio de los dioses, y tú recibe esta ilustre armadura, tan bella como jamás varón alguno haya llevado sobre sus hombros". Aquiles sintió como renacía su cólera, ante la vista de la armadura, a la vez que se gozaba del espléndido presente de Hefesto. Expresó a su madre su preocupación por la descomposición del cuerpo del amigo, invadido por un enjambre de moscas. 
Tetis vertió unas gotas de ambrosía, el nectar de los dioses, para que el cuerpo se conservara fresco. Después pidió a su hijo que se armara para el combate contra los troyanos. Aquiles vistió la brillante armadura, cogió la grande lanza, que solo él podía manejar, y se dirigió hacia donde estaban los demás héroes aqueos, en la orilla del mar junto al recinto de las naves, y les convocó dando pavorosos alaridos.
Todos acudieron, encabezados por Diomedes y Ulises (Odiseo) que cojeaba a causa de sus heridas, y le rodearon. También llegó el rey Agamenón que, con la apropiación de la esclava Briseida, había provocado el enojo de Aquiles y su renuncia a participar en el combate contra los troyanos. Aquiles le recriminó su conducta, pero expresó su deseo de volver a combatir si obtenía satisfacción del rey. 
Agamenón le contestó disculpándose por su comportamiento, atribuyó a los dioses su pérdida de juicio al provocar aquel incidente y le prometió entregarle a la esclava y numerosos presentes como muestra de su arrepentimiento. Aquiles aceptó las disculpas y expresó su firme voluntad de entrar inmediatamente en combate: "Para que todos vean a Aquiles entre los primeros combatientes, aniquilando con su lanza las falanges de los teucros".
El ingenioso Ulises, hijo de Laertes, pidió que se celebrara un gran desayuno para tomar fuerzas para la lucha y añadió: "Que Agamenón entregue los presentes a Aquiles y que jure que nunca subió al lecho de Briseida, ni yació con ella, como es costumbre entre hombres y mujeres. Y tú, Aquiles, procura tener en el pecho un ánimo benigno". 
Ya moribundo, Héctor contestó: "Tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de atraer sobre ti la cólera de los dioses, por obrar así conmigo, se acerca el día que Paris y Apolo te harán desaparecer.
Diciendo esto, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Orco. Aquiles dijo: ¡¡Muere!! Yo acogeré gustoso mi parca y perderé la vida cuando los dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino". Arrancó la lanza del cuello del muerto y le despojó de la ensangrentada armadura. Acudieron, entonces, los demás aqueos y con sus picas hendían el hermoso cuerpo inerme, mientras decían: "¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando de tocar que cuando prendió nuestras naves con el voraz fuego".
Aquiles pensó mantener el cerco de la ciudad, pues, los troyanos, muerto su héroe, tal vez estuvieran dispuestos a rendirse, pero recordó que Patroclo debía ser honrado, alcanzada la venganza, y ordenó a sus hombres que regresaran a las naves cantando el himno de la victoria, el peán. Por su parte, para tratar con ignominia el cuerpo de Héctor, traspasó con correas los tobillos del vencido, entre el hueso y los tendones (hoy llamados de Aquiles), y las ató al carro, de modo que la cabeza quedara sobre el suelo para ser arrastrada por el polvo.
Luego, recogió la armadura, arrancada del cuerpo de Héctor, y subiendo al carro fustigó los caballos que, gozosos, partieron raudos. La cabeza de Héctor se hundía golpeada en el suelo y su negra cabellera se esparcía por el polvo. Hécuba, su doliente madre, al verlo se arrancaba los cabellos y, apartando su velo, prorrumpió en elevado llanto. Príamo, desde los baluartes de Ilión, gemía lastimeramente y, con él, toda Ilión era presa de lamentos y llantos.
La esposa de Héctor, que se hallaba en el interior del palacio, preparando el baño para recibir a su esposo, oyó los gemidos que se extendían por las estancias y, temiendo que su amado fuera el motivo, se precipitó hacia la alta torre. Desde allí, contempló como Aquiles, en su carro, arrastraba el cuerpo del difunto hacia el campamento aqueo. Se le desmayó el alma y cayó de espaldas, apenas sostenida por sus cuñadas. Cuando recobró el aliento, comenzó a arrancarse los vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada cinta y el velo que la dorada Afrodita le había regalado el día de sus esponsales.
Aquiles llegó al lecho de Patroclo, junto a las naves, y, colocando sus homicidas manos sobre el pecho del amigo muerto, exclamó: "¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Orco! Voy a cumplir cuanto te prometiera. He traído arrastrando el cuerpo de Héctor, que entregaré a los perros para que lo despedacen cruelmente; y degollaré, ante tu pira, doce hijos de troyanos ilustres por la cólera que me causó tu muerte".
Se celebró a continuación un banquete funeral en el que se sacrificaron numerosos animales. Alrededor del cadáver, corría la sangre en abundancia por todas partes. Finalizado el banquete, todos se retiraron a sus naves y Aquiles no tardó en ser vencido por el sueño y, entonces, vino a encontrarle el alma de Patroclo para pedirle ser enterrado cuanto antes y de este modo poder descender al Orco. También le recordó su próxima muerte y expresó el deseo de que sus huesos fueran colocados junto a los suyos en el mismo túmulo. Aquiles, tras indicarle que cumpliría sus deseos, fue a darle un abrazo y el alma de Patroclo, cual si fuera humo, se disipó y penetró en la tierra dando chillidos.
Al despertar la aurora, Agamenón envió a por leños para levantar la pira funeraria en la playa. Una vez estuvo dispuesta, Aquiles se cortó los dorados cabellos y los esparció sobre las manos del difunto. Después, pidió que se inmolaran muchos corderos y con la grasa desprendida de los quemados cuerpos, cubrió el cadáver del amigo de los pies a la cabeza; llevó también a la pira un ánfora de miel y otra de aceite y las vertió sobre el cuerpo y el lecho.
Arrojó sobre la pira: cuatro corceles, dos de los nueve perros del rey y los cuerpos de los doce hijos de troyanos ilustres degollados a los que había dado muerte con su lanza. Y, a continuación, entregó la pira a la indomable violencia del fuego, diciendo: "¡Alégrate, oh Patroclo! Yo he cumplido cuanto te prometí, pero a Héctor no lo entregaré a la hoguera sino a los perros, para que lo destrocen.
Afrodita, hija de Zeus, mantenía el cuerpo del troyano apartado de las vista de los aqueos y procedió a ungirlo con un divino aceite rosado para que Aquiles no lo lacerase al arrastrarlo. Mientras, Apolo cubrió el cielo con una nube, para evitar que el sol secara los miembros y nervios del héroe caído. Así le cuidaban los dioses, compadecidos de la fatal suerte de su antiguo protegido.
Como la pira ardía levemente, Aquiles imploró a los vientos que soplaran con fuerza. Estos, que estaban celebrando un banquete en la morada del impetuoso Céfiro, se levantaron con inmenso brío, esparcieron las nubes, hicieron crecer las olas y, pasando por encima del mar, llegaron a Troya y cayeron sobre la pira, haciendo que el fuego abrasador bramara con furia. Al amanecer, los vientos regresaron a sus moradas y los hombres sofocaron con negro vino las ya agotadas llamas. Procedieron a recoger los huesos de Patroclo, los encerraron en una urna de oro, la sellaron con doble capa de grasa, la cubrieron con un sutil velo y la colocaron sobre un túmulo.
Aquiles organizó, después, una serie de juegos, en los que se abstuvo de participar, prometiendo a los ganadores valiosos premios. Primero, tuvo lugar una carrera de cuádrigas en las que participaron varios héroes aqueos, siendo el tidida Diomedes el que se alzó con la victoria. A continuación se celebraron: un campeonato de lucha, carreras a pie, y lanzamiento de picas.
Finalizados los juegos, los guerreros se dispersaron, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles no podía conciliar el sueño y vagó triste por la playa. Más tarde, unció al carro los ligeros corceles y atando el cadáver de Héctor, lo arrastró, dando varias vueltas alrededor del túmulo de Patroclo. Luego, volvió a la tienda, dejando el cadáver tendido con la cara sobre el polvo.
Algunos dioses se compadecían del muerto e instigaban a Apolo a que hurtase el cuerpo de Héctor. Pero Hera y Atenea se oponían. (Ellas fueron las diosas perdedoras en el Juicio de Paris, en el que el troyano declaró que Afrodita era la más bella entre las tres diosas concursantes. Las perdedoras nunca perdonaron a Paris semejante decisión).
Zeus intervino, al fin, y consideró que lo mejor sería que la madre de Aquiles, Tetis, convenciera a su hijo de que debía restituir el cadáver a Príamo, pues Héctor siempre le había ofrecido sacrificios y era su favorito en Ilión. Tetis fue llamada a presencia del dios, se sentó junto a él y escuchó sus palabras: "¡Oh diosa Tetis! Aquí se está proponiendo el rapto del cadáver de Héctor, pero yo prefiero dar a Aquiles la gloria de devolverlo y conservar, así, tu respeto y amistad. Amonéstale y háblale de la irritación que nos está produciendo su actitud. Por mi parte, enviaré a la diosa Iris al magnánimo Príamo, para que vaya a las naves de los aqueos y redima a su hijo, llevando dones a Aquiles para que aplacar su enojo".
Tetis descendió del Olimpo en raudo vuelo y, entrando en la tienda de su hijo, le habló en estos términos: "¡Hijo mío! ¿Hasta cuando dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón, sin acordarte de la comida ni del concúbito? Bueno será que goces del amor con una mujer, pues ya no vivirás mucho tiempo: la muerte y el hado cruel se te avecinan. Vengo como mensajera de Zeus: los dioses están irritados contra ti y en especial él mismo. Entrega el cadáver y acepta el rescate que te ofrezca Príamo".
Iris, entre tanto, habló con Príamo sobre el deseo de los dioses y éste lo comunicó a Hecuba que trató de convencerle de que no acudiera al encuentro de Aquiles, pues arriesgaba la vida: "Lloremos en palacio a Héctor, a distancia del cadáver; ya que cuando yo le parí, el hado poderoso hiló de esta suerte el estambre de su vida: que habría de saciar con su carne a los veloces perros, lejos de sus padres y junto al hombre violento cuyo hígado ojalá pudiera yo comer hincando en él los dientes". Príamo le respondió: "Yo mismo he oído a la diosa, la he visto ante mí y creo en sus palabras. Y si mi destino es morir, lo acepto: que me mate Aquiles tan luego como abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorar sobre él".
El anciano subió al carro, conducido por el prudente Ideo, en el que ya habían colocado numerosos presentes y diez talentos de oro (unos trescientos kilogramos). Muchos eran los troyanos que lloraban, temiendo por su rey, mientras le acompañaban hasta las puertas de la ciudad. Zeus advirtió que el rey avanzaba por la llanura y ordenó a Hermes, el dios mensajero, que acompañara con disimulo al anciano hasta las naves aqueas: "Hermes, ya que tu te complaces en escoltar a los hombres y en escucharles, acompaña a Príamo hasta que esté en presencia de Aquiles, no sea que sufra el ataque de los guerreros de la llanura".
Hermes se calzó sus bellas sandalias aladas que le llevan por el mar y la tierra con la rapidez del viento, y tomando la vara con la que adormece a quien quiere y despierta a los que duermen, descendió del Olimpo y llegó junto al carro tomando la forma de un joven príncipe en la flor de la juventud. Su presencia, alarmó a Príamo y a su cochero, pues temieron que se tratara de alguien que pretendiera darles muerte. Hermes les tranquilizó, haciéndose pasar por uno de los hombres de Aquiles que venía a protegerles por el camino al campamento aqueo. Príamo le preguntó por el estado en el que se encontraba el cuerpo de su hijo y el mensajero respondió: "Doce días lleva muerto, y ni el cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos. Si a él te acercas, te admirarás de ver cuan fresco está. De tal modo los dioses cuidan de tu hijo, pues les era muy querido".
Llegados al foso, torres y empalizadas que protegían el campamento y las naves, Hermes adormeció con su vara a los centinelas, atravesaron la barrera y llegaron a la alta cerca que los mirmidones habían construido, para proteger la tienda de su rey, con troncos de abeto y cañas.
Hermes regresó, entonces, al Olimpo, pues no resultaba decoroso que un dios inmortal se tomara, públicamente, tanto interés por un mortal.
Ante la sorpresa de los reunidos en la tienda con Aquiles, Príamo hizo su repentina aparición, entre ellos, como si de un dios se tratara. Se abrazó a las piernas de Aquiles, llorando, e imploró suplicante: "¡Oh, Aquiles! Apiádate de mí que he perdido a casi todos mis cincuenta hijos, incluido aquel que era único para mí, Héctor. Respeta a los dioses y recuerda el amor que te tiene tu padre, que espera ansioso volver a estrecharte junto a su pecho, en la lejana Argos. Yo soy más digno de compasión que él, puesto que me he atrevido a lo que ningún otro mortal en la tierra: a llevar a mis labios la mano del hombre matador de mis hijos".
Aquiles rompió a llorar por el recuerdo de su padre y de Patroclo y cogió la mano de Príamo mientras le alzaba con suavidad. Ambos lloraban y los gemidos resonaban en la tienda.
Cuando Aquiles hubo saciado sus deseos de llanto, miró compasivo al encanecido anciano e invitándole a tomar asiento, le dijo: "¡Desdichado, cuantas desgracias ha soportado tu corazón! Aunque los dos estemos afligidos, dejemos reposar en el alma el dolor, el gélido llanto para nada aprovecha, pues lo que los dioses han hilado para los míseros mortales es vivir entre congojos, mientras ellos están exentos de cuitas. En los umbrales del Olimpo hay dos toneles con dones que el dios reparte: en uno, están los pesares y en el otro las alegrías. Aquel a quién Zeus los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la ventura, pero el que solo recibe pesares, vive con afrenta y va de un lado a otro sin ser honrado, ni por los dioses, ni por los hombres. Así, los dioses otorgaron a mi padre, Peleo, grandes mercedes desde su nacimiento: aventajaba a los demás hombres en felicidad y riqueza, reina sobre los mirmidones y, siendo mortal, tuvo por esposa a una diosa. Pero también le impusieron un mal: que no tuviera hijos que reinaran en palacio tras su muerte. Tan solo uno engendró, cuya vida ha de ser breve. Además, no le puedo dar el consuelo de cuidar su vejez, al estar tan lejos de mi reino. Piensa que tu también reinaste rico y dichoso sobre Lesbos y desde la Frigia hasta el Helesponto inmenso. Pero los dioses te trajeron la plaga de la guerra. Súfrela resignado y no consientas que se apodere de tu corazón el pesar continuo, pues quizás tus desgracias no hayan concluido".
Mientras todos descansaban, Hermes planeaba como sacar el carro del campamento sin que lo advirtieran los guardianes y pudieran alertar a Agamenón que, al no estar enterado de la decisión de Aquiles, podía retrasar la partida e incluso retener a Príamo, como rehén, para pedir rescate a los troyanos. Así que despertó al exhausto rey, unció los caballos al carro y los guió por el campamento. Adormeció a los guardianes con la mágica vara y franquearon las empalizadas y el foso.
La aurora de azafranado velo se esparcía por toda la tierra, cuando llegaron a las murallas de Ilión. Casandra, semejante a la dorada Afrodita, fue la que primero los divisó y, prorrumpiendo en sollozos, vagó clamando por toda la ciudad. Toda la población se aprestó a recibir la fúnebre expedición con muestras de inmenso dolor. Hécuba y Andrómaca, la viuda de Héctor, se echaron sobre el carro de hermosas ruedas y tomando la cabeza del muerto, se arrancaban los cabellos mientras la turba las rodeaba gimiendo. Y hubrían estado a las puertas de la ciudad todo el día, si el anciano rey, poniéndose en pie sobre el carro, no les hubiese pedido que se apartaran y le dejasen continuar hasta el palacio. Una vez allí, Andrómaca comenzó el funeral lamento:
"¡Esposo mío! Saliste de la vida en plena juventud, y me dejas viuda. ¿Qué será de nosotros?. Tu hijo, es todavía infante y no creo que llegue a la juventud; antes será la ciudad destruida desde su cumbre. Pronto nos llevarán en las naves aqueas y nos ocuparan en viles oficios, propios de cautivos. Algún aqueo, en venganza por los suyos que tu mataste en combate, arrojará a tu hijo desde lo alto de alguna torre, ¡muerte horrenda!. ¡Oh Héctor! Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias, que habría recordado, de noche y de día, con lágrimas en los ojos". Esto fue lo que dijo llorando, y las mujeres gimieron.
Después, Hécuba se dirigió al lecho y habló al hijo muerto: "¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras querido por los dioses pues ahora yaces en palacio tan fresco como si acabases de morir, a pesar del cruel trato que recibió tu cuerpo de manos del maligno Aquiles tras darte horrible muerte, no contento con haber vendido, al otro lado del mar estéril, muchos de mis otros hijos que, antes, logró capturar.
A continuación, Helena (la causante de la gran tragedia que estamos relatando por su fuga con Paris), fue la tercera en dar principio al tercer lamento: "¡Héctor! el cuñado más querido de mi corazón. En los veinte años transcurridos desde que me trajo Alejandro (Paris) y abandone mi patria y a mi esposo Menelao, jamás he oído de tu boca una palabra ofensiva o grosera; si alguien me increpaba entre los cuñados o sus esposas, tu contenías su enojo con tu afabilidad y suaves palabras. Con el corazón afligido, lloro a la vez por ti y por mí, desgraciado. Que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan". Cuando concluyó, el anciano Príamo se dirigió al pueblo: "Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los arguivos; pues Aquiles me prometió no atacar hasta que llegue la duodécima aurora".
Por espacio de nueve días, los teucros acarrearon leña, desde el Monte Ida hasta Ilión, y cuando, por décima vez, apuntó la aurora que, cada día, trae la luz a los mortales, sacaron el cadáver del audaz Héctor, lo colocaron sobre la pira, prendieron fuego y el cuerpo fue abrasado por las voraces llamas. Más tarde, con lágrimas corriéndoles por las mejillas, los hermanos y amigos sofocaron los rescoldos con negro vino. Recogieron los blancos huesos calcinados y los colocaron en una urna de oro que envolvieron con un leve velo de púrpura; depositaron la urna en un hoyo que cubrieron con grandes piedras y, sobre él, erigieron el túmulo. Después volvieron al palacio de Príamo y celebraron el espléndido banquete fúnebre. Así concluyeron las honras fúnebres de Héctor, domador de caballos.
Hasta aquí el relato en "La Ilíada".
En la "Etiopide" de Aretino de Mileto (700 a.C.), conocida por un resumen posterior, se describe el final de la Guerra de Troya con el incendio de la ciudad y la muerte de Aquiles. Muerte anunciada una y otra vez en la Iliada. Poseidón y Apolo, indignados por el trato que el héroe dio a Héctor después de matarlo, ayudaron a Paris a que acertara en disparar una flecha contra el vulnerable tobillo de Aquiles. La flecha atravesó el tendón y Aquiles ¿murió?. Tras lo cual se desencadenó un encarnizado combate alrededor del cadáver, hasta que una tormenta, enviada por Zeus, permitió recatarlo.
Aquiles fue llorado durante dieciséis días por las nereidas y por las nueve musas, mientras entonaban cantos fúnebres. El día decimoctavo, quemaron el cuerpo en la pira y sus cenizas fueron mezcladas con las de Patroclo y enterradas en el cabo Sigeo, que domina el Helesponto. En el cercano poblado de Aquileón construyeron un templo, en donde se erigió una estatua que le representaba llevando un pendiente de mujer.
Fue el héroe preferido de los griegos y considerado como un semidiós, al que se rendía culto en toda Grecia en las fiestas Aquileas de primavera, y sus hazañas fueron recogidas por muchos escritores.

 

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