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I. Educación moral y teología moral
La primera obra con el título Educación moral se remonta a comienzos de siglo y es de E. Durkheim, uno de los pioneros de las nacientes ciencias sociales. Casi contemporáneamente el problema de la educación moral recibía una especial atención en los estudios de S. Freud y de sus primeros discípulos (C.G. Jung y A. Freud). Desde entonces el tema de la educación moral y el del desarrollo moral, íntimamente unido al primero, constituyen un capítulo particular de notable importancia en el ámbito de la metodología pedagógica y de la psicología evolutiva. El estudio de la l experiencia moral (III) desde una perspectiva genética, tanto con la intención estrictamente teórica de comprender mejor sus dinamismos, y por lo tanto su íntima estructura psicológica, como con la intención práctica de orientar la acción educativa en este campo, se puede remontar a E. Durkheim y a S. Freud; pero se ha desarrollado más en los países anglosajones, donde se ha convertido en una auténtica disciplina y donde desde hace tiempo existe una revista especializada (Journal of moral Education).
I. INTERÉS DE LA TEOLOGfA MORAL POR LOS PROBLEMAS EDUCATIvos. Aunque se trata de hecho en un ámbito totalmente distinto al de la teología moral, el tema de la educación moral no puede dejar de interesar desde diversos puntos de vista a esta disciplina. No debe olvidarse que la teología moral en el pasado se propuso siempre junto a sus objetivos específicos de tipo más teórico, una función también de orientación y de guía para la acción pastoral de la Iglesia en el ámbito de la formación moral, sobre todo en relación con el sacramento de la reconciliación: piénsese en la cantidad de tratados de moral que fueron entendidos como "manuales para confesores" [I Historia de la teología moral III, 2-4; IV, 1]. No queremos entrar aquí en los méritos o deméritos que la teología moral haya podido tener por un simple modo de orientarse; sin embargo, es cierto que ni siquiera hoy puede ovidar totalmente el problema de la formación moral del creyente. Actualmente esta formación presupone una serie de conocimientos que la teología moral sólo puede conseguir a través de un diálogo serio con las disciplinas que se ocupan ex profeso de la educación moral, la primera de ellas la psicología evolutiva. [l Ciencias humanas y ética II, 1].
2. IMPLICACIONES DOCTRINALES DE LA EDUCACIÓN MORAL. Por otra parte, este interés no es sólo unidireccional. Tampoco el estudio del desarrollo y de la educación moral puede descuidar los problemas morales sustanciales. Tras la reflexión más específicamente psicológica y pedagógica de los estudiosos de educación moral siempre se advierte una cierta "precomprensión" teórica de naturaleza filosófica, que condiciona a fondo la reflexión pedagógica y no puede dejar de interesar a la teología moral. No pocos pedagogos y psicólogos, precisamente a partir de sus investigaciones específicas, terminan por elaborar una filosofía moral personal; éste es el caso, por ejemplo, de L. Kohlberg, el más conocido de estos especialistas, y que al primer volumen de los dos que recogen una síntesis de su pensamiento le ha dado el significativo título de Filosofía del desarrollo moral.
Muchas de las formas de filosofía moral que hay detrás de las distintas elaboraciones psicopedagógicas sobre temas de educación moral cuestionan datos tradicionales de la teología moral o presentan el hecho moral desde una perspectiva totalmente nueva y no fácilmente compatible con la reflexión teológica; algunas de ellas son potencialmente destructoras de toda fundamentación seria de la moral. La teología moral no puede dejar de recoger el desafío que se lanza a sus tradicionales certezas y a los presupuestos mismos de toda su reflexión por la radical desacralización de estos "maestros de la sospecha".
3. COMPENETRACIÓN ENTRE EDUCACIÓN Y MORAL. En la base de estas interferencias entre disciplinas a primera vista tan diversas como la pedagogía y la teología moral, se encuentra el hecho de que la experiencia educativa y la ética están por naturaleza íntima e inseparablemente unidas. La una y la otra se preocupan de la "promoción del hombre al estado perfecto de hombre, que es la virtud" (SANTO TOMAS, S.Th., Suppl., q. 41, a. 1). La educación moral y el compromiso moral se proponen, pues, el mismo fin, que es la realización del hombre en cuanto hombre a través de la consecución de los valores morales.
Naturalmente existen sectores de educación (física, cultural, profesional) que persiguen fines no directamente morales; pero una cierta dimensión ética, quizá de modo atemático e indirecto (como hidden curriculum), se extiende por todo el proceso educativo. De este modo la moral, si a veces puede entenderse reductivamente como defensa y realización de valores particulares, en última instancia, siempre es plasmadora de la personalidad. Haciendo el bien moral el hombre se hace educador de sí mismo, se construye como persona. El empeño moral siempre está unido en la edad evolutiva a alguna forma de educación que lo condicionará luego para toda-la vida, y se manifiesta después a lo largo de toda la existencia en un proceso de autoeducación permanente. Esta íntima compenetración entre el hecho educativo y la experiencia moral se realiza, con modalidades específicas, también en la forma de educación que es la educación de la fe y en la de la educación moral que es la educación moral cristiana.
Todo esto comporta una cierta trasposición de problemática de uno a otro de estos dos campos del saber práctico: pedagogía moral y teología moral.tienen, en cierto modo, objeto e intereses comunes y no pueden ignorarse mutuamente.
4. UNA CONSIDERACIÓN GENÉTICA DEL HECHO MORAL. Por desgracia, durante mucho tiempo la teología moral no tuvo conciencia del carácter esencialmente evolutivo de la experiencia moral y no prestó la debida atención al problema del desarrollo y de la educación moral. La reflexión teológico-moral, completamente absorbida por una consideración puramente "eidética" o esencialista, descuidó mucho la perspectiva genética en el estudio del hecho moral; estudió las normas, los comportamientos, la libertad y la conciencia, considerándolas como entidades abstractas e intemporales, existentes desde siempre in toto. Se ocupó del adulto normal, pero ignorando completamente (con lo que B. M. Kiely llamó "una proyección benigna") las presiones de los condicionamientos psicológicos y las limitaciones de la libertad, olvidándose completamente de todos aquellos que de un modo u otro no pueden considerarse psíquicamente maduros y que representan sin duda alguna (y esto es lo que el estudio del desarrollo moral reveló) una parte no pequeña de la humanidad. La consecuencia negativa de semejante limitación de perspectiva comportaba el peligro de una extensión indebida de la reflexión moral, elaborada en abstracto y válida para pocos, a todos los hombres, de los que se desconocía sus peculiaridades y concreciones, imponiéndoles cargas imposibles y frustraciones. Pero todavía más, al renunciar a la perspectiva genética, resultaba imposible la comprensión de la raíz psicológica de la experiencia moral, y por lo tanto de la verdadera naturaleza de la experiencia moral misma. No se puede decir nada serio sobre la geomorfología de una cadena montañosa si no se estudia su orogénesis; no se puede decir nada fiable sobre la experiencia moral si no se la estudia desde una perspectiva evolutiva y dinámica, dialogando con las ciencias del hombre que se ocupan del desarrollo y de la educación moral.
II. Problemas comunes a las dos disciplinas
Naturalmente, no nos es posible ofrecer aquí una información completa sobre los diversos temas y las corrientes tan distintas de pensamiento que se ocupan de este campo en sus investigaciones. Nos limitaremos a señalar algunos problemas comunes, en los que la reflexión pedagógica interfiere más con la teológico-moral y donde la teología moral reconoce la necesidad de una consideración expresa y temática de los datos y también de las teorías psicopedagógicas sobre educación moral.
I. CARÁCTER EVOLUTIVO DE LA EXPERIENCIA MORAL. El primero de estos problemas se refiere al carácter evolutivo y progresivo de la experiencia moral [l Ética descriptiva II]. En el pasado la teología moral defendió con frecuencia una concepción rígida del orden moral, visto como un confín absoluto e intemporal entre el bien y el mal, que no admitía ninguna idea de progresión o la reservaba al campo de lo más perfecto y de lo supererogatorio, campo del que no se ocupaba ya y que dejaba a la "doctrina espiritual" y la ascética.
a) El principio de gradualidad en teología moral. $1 descubrimiento obligado del carácter dinámico y progresivo de la experiencia moral lo motivó el impacto que causó y los problemas que suscitó la encíclica Humanae vitae, de Pablo VI (1968), en la vida moral de los fieles y en la pastoral del confesonario, y más en general la problemática sexual, campo en el que sólo gradualmente llega el hombre a poseerse y a integrar la riqueza y tumultuosidad de su propia experiencia dentro de los esquemas de un proyecto de vida inspirado en las exigencias del orden moral objetivo. Ya los comentarios de los diversos episcopados a la Humanae vitae habían señalado esta consideración dinámica y progresiva del compromiso moral como la solución pastoral de estos problemas. El sínodo de los obispos sobre la familia (1980) volvió a situarse en esta perspectiva de forma lapidaria, extendiéndola ahora a todo el compromiso moral, tanto en la dimensión personal como en la social: "Es necesario oponerse a la injusticia que tiene su origen en el pecado personal y social (...) mediante una conversión continua. (...) En ella el mundo va consiguiendo muy poco a poco la plenitud de la edad de Cristo. En esta conversión se dan grados diversos. Se trata, en efecto, de un proceso dinámico (...) que procede poco apoco hacia la integración de los dones de Dios y de las exigencias de su amor absoluto y definitivo en toda la vida personal y social de los hombres" (prop. n. Z).
b) Motivaciones de carácter psicológico. Una generalización así del principio de gradualidad la hizo posible una consideración más realista de los condicionantes que limitan la libertad humana; y hay que decir que el estudio del desarrollo moral en función de la educación moral contribuyó enormemente a esta consideración: según las investigaciones de L. Kohlberg, muy pocas personas alcanzan los niveles "cinco" y "seis" de su secuencia de estadios de maduración moral. Por otra parte, las ciencias de la educación, con su sistemática sospecha en relación con la eficacia de los mecanismos educativos como el adoctrinamiento y el autor¡tarismo, piden a la moral una consideración menos milagrera del papel del conocimiento conceptual en la formación de la conciencia. El papel del conocimiento moral, en cuanto conocimiento de los valores, implica una unión insoslayable con la experiencia de los valores mismos; es un conocimiento particular de tipo valorativo-vital. Un simple incremento de "saber puro" no produce necesariamente una auténtica madurez de conciencia: "Sólo cuando a través de conocimientos nuevos y auténticos se conmociona la conciencia del individuo particular o de la sociedad, de modo que de forma creativa capte el nuevo valor y quede transformada por él, sólo entonces esta conciencia moral llega a la verdadera norma y se siente vinculada a ella" (A. RüPER, 107-108). Esto comporta naturalmente una recomprensión en términos no exclusivamente cognitivoconceptuales de la noción de "mala conciencia": no es suficiente saber en abstracto qué es el bien y qué es el mal (quizá en términos de prohibición-mandato) para sentirse de verdad vinculados en conciencia a este saber: sólo vincula el saber que, penetrando a fondo en la vivencia de la persona, permite captar el bien de forma experiencia¡, como valor para la persona. Pero esto vuelve a plantear el problema del carácter progresivo y gradual de la formación de la conciencia y de toda la experiencia moral; el paso del saber conceptual, más fácil de transmitir, al saber valorativo, que se alcanza sólo a través de una cierta implicación experiencia¡ del que se educa, puede ser sólo resultado de un proceso de maduración gradual, con ritmos muy diversos según las personas.
Gradualidad y dimensión educativa. Por esto se comprende muy bien cómo el principio de graduafdad sólo en apariencia es una extensión de la distinción tradicional entre "desorden objetivo" y "culpabilidad subjetiva" en el ámbito de la valoración ética en algunos temas fronterizos, como el de la sexualidad. Una perspectiva evolutiva y progresiva del compromiso moral no tiene sólo la función de encontrar excusas en la valoración de la conducta moral de las personas concretas: pretende darle seriedad al empeño moral de estas personas proponiendo objetivos posibles para ellos, como etapas intermedias de un itinerario de crecimiento moral, tan largo como la vida y abierto a los ideales ilimitados de la perfección de la caridad. A1 aceptar esta perspectiva de gradualidad, la moral se pone al servicio del verdadero crecimiento moral de la persona, aceptando el diálogo sistemático con las ciencias de la educación y convertirse ella misma en una forma de pedagogía moral.
2. DUALISMO Y NATURALISMO EN MORAL Y EN EDUCACIÓN. Un segundo problema común importante para las dos disciplinas es, sin duda, el del origen (autóctono o no) y el de la naturaleza profunda de las energías psíquicas que están en juego en la experiencia moral, y que son, por tanto, objeto de la educación moral.
a) El dualismo moral. Para E. Durkheim y S. Freud la experiencia moral no tiene su origen en el dinamismo psíquico interno espontáneo del hombre. Le viene inyectada desde el exterior a través de una educación moral que, de un modo u otro, violenta las tendencias espontáneas de la persona; no responde a los intereses de la persona (al menos a los que el sujeto percibe como tales), sino a los de la sociedad. Por eso siempre quedará como algo obligado y extraño al dinamismo interno de la persona, nunca plenamente interiorizado, objeto de una obediencia forzada y llena de reservas. El hombre, en su más original y profunda constitución, es un ser fundamentalmente inmoral.
La visión de la moral que subyace en estas dos teorías es profundamente "dualista" (E. Durkheim fue quien acuñó la expresión "homo duplex'. El dualismo viene de la contraposición, nunca superable, entre el carácter fundamentalmente egoísta, irracional, y por lo tanto inmoral, de las inclinaciones naturales y la "devoción social", que se impone al hombre como objeto y sentido de la obligación ética. La decisión moral presupone, pues, una cierta negación de la inclinación natural y lleva consigo una penosa y al final insuperable experiencia de división interior y de sumisión. La educación moral tendría la función de obligar a la sumisión a través de los mecanismos más diversos de interiorización que posee la instancia moral. Pero la interiorizacián de la instancia ética -siempre será algo artificial y forzado. El hombre nunca podrá identificarse plenamente con la instancia moral, porque representa en él unos intereses completamente contrapuestos a los suyos.
Este planteamiento dualista expresa, si bien absolutizándolo indebidamente, un dato de la experiencia que es innegable: el hecho de que la norma moral parece desmentir o reprimir las tendencias más originales y L5pontáneas del hombre, presentándose bajo el aspecto de un deber duro y difícil. También la teología moral ha dado con frecuencia mucha importancia a este innegable dato de la experiencia, de forma que, por lo menos a nivel de l parénesis y catequesis popular, el compromiso moral se ha presentado sobre todo como una lucha del espíritu contra la carne, como una difícil resistencia contra as sugestiones del mal y la fuerza de las tentaciones. El lenguaje del positivismo teónomo (que insiste unilateralmente en la norma como ley de Dios, entendida de la misma forma que una ley positiva) ha dado a este dualismo la forma de la contraposición entre la tendencia natural del deseo humano y la voluntad de Dios expresada en sus mandamientos.
b) El naturalismo moral. Por otra parte parece pertenecer también a la experiencia moral humana la conciencia un poco confusa de que el bien moral es el bien auténtico del hombre, que constituye su nobleza y dignidad de persona y que hace realidad sus intereses más verdaderos. Junto a la innegable tendencia al mal, el hombre descubre en sí mismo una misteriosa tendencia al bien, que muchas veces es capaz de superar las opuestas inclinaciones que se le presentan.
La historia del estudio del desarrollo moral después de S. Freud, aparte de algunos discípulos que se han limitado a repetir al maestro en todo el rigor de su pesimismo sobre el hombre y su capacidad ética, en el fondo no es otra cosa que la historia del progresivo descubrimiento de esta tendencia al bien (tan profunda como tendencia al mal), de esta especie de constitutiva vocación a la virtud que S. Freud barruntó en el anuncio de una futura (seguramente lejana) instauración de una ética del yo fuerte.
En esta línea se sitúan, por ejemplo, E. Fromm, E. Erikson y en general todos los psicólogos de la "escuela humanista". Para estos autores, que también participan de la sospecha freudiana, la moral del superyó es sólo punto de partida en el itinerario del desarrollo moral, punto de partida que es posible superar para llegar a una forma de conciencia moral adulta, dotada de autonomía y unidad interior y, por lo tanto, exenta de los aspectos negativos de heteronomía y de división interior que S. Freud había denunciado como inseparablemente unidos a la experiencia moral, al menos en nuestra sociedad. Se trata, pues, de la superación radical del dualismo de E. Durkheim y S. Freud, a la que podemos dar el nombre de "naturalismo" por la confianza, unilateral hasta la ingenuidad, que estos autores conceden a las "fuerzas buenas de la naturaleza". El resultado es la supresión pura y simple de la tradicional antinomia entre instinto y razón, entre deber y placer, entre egoísmo y preocupación social; es la inversión del lenguaje de cierta parénesis tradicional; el bien no necesita imponerse por medio de la negación de las necesidades básicas o de cualquier adulteración de la autenticidad original de la persona.
Esto tiene importantes consecuencias a nivel educativo. Se devalúa toda apelación desconsiderada al voluntansmo y toda forma de educación planteada sobre objetivos de inhibición, disciplina y represión de los instintos y de las tendencias naturales, y se ponen en primer plano objetivos de espontaneidad, naturaleza y autoaceptación. A una psicología de la represión (auspiciada por el mismo S. Freud, si bien con muchas cautelas, y que, sin embargo, denunciaba sus contragolpes a nivel de neurosis) le sucede una pedagogía de la permisividad, de la gratificación y de la no directividad.
Naturalmente, la teología moral (y aquí debemos decir que sobre todo en campo católico) reconoce en estas nuevas corrientes algunos elementos importantes de su tradición. No sólo ha defendido siempre el carácter no totalmente corrupto de la naturaleza humana, y por lo tanto también de sus tendencias espontáneas, en las que se expresa (por algo se habla, a propósito de santo Tomás, de una concepción "tendencial" de la ley natural), sino que frecuentemente ha presentado el bien moral como algo semejante al deseo natural de la beatitudo y, por lo tanto, de Dios, plenitud de la autorrealización humana y culminación de todas sus aspiraciones. La sindéresis, como primer principio de la razón práctica, sería sólo una traducción, en términos imperativos, de la tendencia natural del hombre al bien; en ella encontraría expresión la estructura constitutiva de la libertad humana, que no puede querer nada si no es "sub rationi boni", porque ha sido creada por Dios para el bien y es animada continuamente al bien por la acción interior del Espíritu. En el imperativo de la conciencia resonaría, por lo tanto, la esencia última y constitutiva de la libertad humana, su vocación a la comunión con Dios, bien infinito y término plenamente satisfactorio de la tendencia humana a la trascendencia.
c) Educabilidad de las tendencias naturales. Pero precisamente en este punto la investigación empírica' sobre el desarrollo móral nos recuerda el sentido de la medida y del realismo. Una concepción así de la conéiencia moral tiene todos los rasgos de una "proyección benigna".
En realidad, el problema de explicar de un modo adecuado el carácter imperativo de la conciencia, no es tan simple. No se pueden encerrar los hechos en, los esquemas preconcebidos de un saber de tipo ideológico. Hasta los psicólogos más optimistas respecto a la naturaleza reconocen sólo a la conciencia moral del adulto la inmediata equivalencia entre inclinación y obligación, entre deseo y valor. Sólo al fin de un largo proceso educativo y autoeducativo, recorrido sin fijaciones en niveles intermedios de madurez, el imperativo de la conciencia surge de verdad directamente del fondo de la libertad y expresa sus más profundas y constitutivas aspiraciones.
Normalmente el camino para llegar a este nivel de madurez es largo y difícil, y no se recorre si no es con la ayuda y la guía de un adecuado ambiente educativo. Hay que pasar por una serie de etapas intermedias de madurez moral, paralelas en muchas facetas a los niveles del desarrollo del conocimiento y de la personalidad en general.
La primera de estas etapas la representa una situación psíquica muy similar a la de la moral del superyó freudiano. La fuerza del imperativo de la conciencia en este nivel del desarrollo moral depende efectivamente en gran parte de la interiorización de las prohibiciones y de los mandatos de los padres y de los educadores, que se imponen con la amenaza de los castigos y el chantaje afectivo implícito en muchas de.sus intervenciones educativas. La voz de la conciencia es entonces en nosotros como algo que nos suena extraña; la virtud es sólo el resultado de nuestra sumisión a instancias que contrastan con nuestras tendencias naturales. Es la máxima cuota de heteronomía y de división inferior, pero es una etapa inevitable para el paso a ulteriores estadios; es, en el fondo, la "pedagogía de la ley", de la que habla san Pablo: La autoridad educativa, aunque resulte inútil o incluso contraproducente a partir de una cierta edad, tiene, sin embargo, una función insustituible en esta primera fase del desarrolló moral.
Otras etapas intermedias seguirán a esta primera; los estudiosos del desarrollo moral sostienen que ninguna de ellas debe saltarse. Algunos de ellos han tratado de marcar "secuencias invariables" de niveles o estadios del desarrollo moral, buscando quizá, cómo ha hecho L. Kohlberg, una confirmación de sus propias intuiciones en la investigación experimental, incluso a escala muy amplia. Cada una de estas secuencias contiene muy probablemente algo de arbitrariedad, tanto más cuanto más detallista ha tratado de ser. Pero más o menos todas estas descripciones concuerdan en la indicación de polaridades de fondo del desarrollo moral, esencialmente constituidas por el paso de la heteronomía a la autonomía, de la división interior a la integración, de la prerracionalidad a la racionalidad, del egocentrismo al altruismo.
Son indicaciones, preciosas, de las que la moral debe tomar nota; aunque, como veremos, los psicólogos las interpretan bastante irás en clave de modalidades que de contenidos de la vida moral.
d) Enseñar el bien es hacerlo emerger. La teología moral puede estar de acuerdo con muchos de estos especialistas manteniendo que la experiencia moral es algo autóctono en la vida psíquica del hombre, es decir, basada en energías e instancias internas de la persona, pero necesitadas de que la educación las haga emerger. Como dice L. Kohlberg, "el bien se puede enseñar, aunque el enseñarlo es mucho más hacerlo emerger (calling out) que no una forma de `adoctrinamiento"'.
La teología moral comparte esta fundamental confianza en el hombre, atemperada por la conciencia realista de la necesidad de una educación basada siempre en la llamada a las energías interiores positivas que tiene el educando. La fe en una creación divina excluye de la moral católica todo dualismo maniqueo. La libertad humana es falible, ciertamente, y está marcada por una historia de solidaridad con el pecado. Pero la ley del pecado no ha suprimido del todo la originaria tendencia del hombre al bien, y la redención que se ha realizado en Cristo ha vuelto a dar a esta tendencia posibilidades reales de desarrollo y culminación. La presencia y la acción del Espíritu en el corazón de cada hombre representan el aval de Dios a esta confianza que la educación cristiana se siente llamada a alimentar en relación con la capacidad interna del hombre de abrirse a los valores en los que se realiza. Santo Tomás dice que la virtud se encuentra en el hombre per natura, ala manera de un germen (seminalia), con su capacidad interna de desarrollo vital (S. Th., I-II, q. 63, a. 1).
Todo esto no debe ocultar la realidad de los condicionamientos y la lentitud de la libertad humana. Para cada hombre existen posibilidades concretas de apertura fundamental al bien; pero, a la vez, concretas imposibilidades de comprensión y realización de determinados valores categoriales en los que esta apertura debería concretarse; sobre estas imposibilidades no hay que hacerse ilusiones. La capacidad de perfección moral del hombre es limitada, al menos por lo que se refiere a los contenidos categoriales de esta perfección; en muchos casos además estos límites pueden extenderse trágicamente mucho más.
e) Una educación del deseo. Precisamente porque tales limitaciones son insuperables realmente, pero a la vez no afectan a la posibilidad real de una incondicionada opción fundamental por el bien, es más que nunca verdad que la educación moral cristiana debe apoyarse en la capacidad real de bien del educando, aunque limitada y condicionada.
Esto significa que la educación moral cristiana está llamada a ser educación del deseo. Más allá de su constitutiva apertura al bien, realizable sólo a través de la educación y del compromiso moral, el deseo, en su primaria espontaneidad, no es ni sabio ni inmediatamente sensible a las necesidades más profundas de la persona. Necesita orientación y purificación a través de una pedagogía que, apelando a sus energías más profundas, le aclare su constitutiva tendencia al bien. Sólo poniendo a disposición de la tarea moral las enormes fuerzas del deseo humano es posible alcanzar la facilidad y naturalidad con el bien que es la señal de la auténtica madurez moral.
f) La eficacia educativa de la gracia. Naturalmente, la educación moral cristiana basa su confianza en las energías de bien internas del educando en la cooperación de la gracia. El educador humano se pone al servicio del protagonismo educativo de un educador divino. Se adecua a los ritmos y a los tiempos de este educador (que son además los tiempos reales de crecimiento del educando) y sabe esperar con confianza y humildad a que madure su fecundidad sobrenatural.
Contar con la gracia divina no significa abandonarse a una especie de infalible milagrerismo, de una eficacia directamente experimentable, al igual que las otras instancias psíquicas de la vida moral, capaz de violentar la naturaleza y superar sus condicionamientos. Hay, sobre todo a nivel de comportamientos sectoriales y de estructuras de la personalidad, objetivos que son imposibles también con la gracia. Ella actúa con eficacia infalible sólo a nivel de la /libertad fundamental; no actúa directamente sobre los condicionamientos biológicos, educativos y culturales, que son los que van a determinar en concreto el comportamiento y el carácter moral. Tal comportamiento, en la medida en que no depende sólo de la apertura fundamental al bien sin ningún condicionamiento, sino que está influenciado por los más diversos condicionantes de la libertad, es determinado por la gracia sólo de manera indirecta y parcial.
Por esto al educador cristiano se le invita a tener en cuenta con antelación la lentitud y los aparentes fracasos y a evitar que programe sin contar con la realidad de los educandos. Hay que notar que la acción de la gracia no tiene el carácter de instancia educativa extraña o ajena al educando, como si introdujera una especie de dualismo en el desarrollo moral del creyente. La acción del Espíritu no es una violencia hecha al deseo humano, sino su autentificación; no actúa con las características de un principio extrínseco o de una obligación; es en nosotros como algo totalmente nuevo, que obra en nuestras tendencias para potenciarlas y llevar a su realización la orientación interna al bien.
g) Una pedagogía de la lucha. Todo esto no excluye el valor positivo de la lucha y de la abnegación en el ámbito de la vida moral. La educación moral cristiana, prendida y hecha posible por la gracia, se realiza durante toda la vida bajo el signo de la cruz, es decir, en la conciencia de la necesidad de morir a la espontaneidad de la carne (expresada en la inmediatez de los deseos más superficiales y primarios) para vivir en la lógica del espíritu, es decir, del deseo purificado y cultivado por la educación moral y por la gracia [/Ascesis y disciplina].
Esta pedagogía de la lucha y de la abnegación, tan arraigada en la tradición educativa cristiana, no tiene nada que ver con el dualismo de Durkheim y el de Freud. No se alimenta de obligaciones externas ni supone al bien como algo mínimamente extraño a las tendencias naturales del hombre. Desde un punto de vista cristiano la educación moral no puede tener nada de la "socialización", ,es decir, de los procedimientos de plagio, imitación y adoctrinamiento con los que una cultura o una sociedad determinada tratan de obtener el consenso y la adaptación de sus miembros a las pautas de comportamiento que ellos necesitan para poder funcionar. La educación moral no se propone objetivos de adecuación social, sino de fidelidad del hombre a sí mismo. La educación cristiana no necesita de la violencia ideológica (convencida como está de que la razón se nos ha dado para comprender) ni del plagio de los sentimientos. Puede permitirse el respeto de la libertad soberana que Dios mismo respeta. Sabe que "la educación es cosa del corazón; y del corazón sólo es dueño Dios" (san Juan Bosco), y acepta dejar el puesto a este señorío de amor que promueve la libertad precisamente en la medida en que la abre al bien.
Por otra parte supera el naturalismo ingenuo de la pedagogía de la gratificación y de la no-directividad, defendidas por la pedagogía humanista. Puede recuperar para la tarea educativa tanto la guía de la razón, iluminada por la fe, como la fuerza del deseo, constitutivamente susceptible de educación al amor del bien porque puede contar con el apoyo de un "educador divino" que actúa dentro de la mente y del corazón del educando para abrirlo con suavidad y decisión a las posibilidades autorrealízadoras del bien.
3. LA MADUREZ MORAL. Un problema común posterior es el que afecta al concepto mismo de madurez moral en cuanto objetivo de educación en pedagogía y de compromiso moral en teología moral. La madurez moral, de cualquier forma que se la defina, es a la vez la realización de un ideal moral que es objeto de pleno derecho de la investigación tedlógicomoral, y también el término de un proceso de desarrollo y de crecimiento, que también es de pleno derecho objeto de estudio de la teoría del desarrollo y de la educación moral. Pero los dos grupos o tipos de disciplina proceden con perspectivas e intereses a primera vista muy diferentes en la definición de sus objetivos; y esto da lugar a ópticas y lenguajes distintos, difícilmente armonizables.
a) La óptica de los contenidos de la teología moral. La teología se fija sobre todo en los contenidos: describe la madurez moral o el concepto (que podríamos considerar equivalente) de perfección moral en términos de adhesión real al bien moral a través de una elección u opción de fondo moral y teológicamente buena, y la integración de toda la historia de la vida de la persona en esta opción de fondo a través de la mediación de las buenas acciones y virtudes, que dan cuerpo a la fidelidad del sujeto, a las exigencias objetivas del orden moral. La madurez moral es en este caso la perfección moral; una perfección que se mide en base al crecimiento de las virtudes estructuradas entorno aun conjunto orgánico cuyo vértice y cuya base es la caridad. Es muy comprensible que se potencie esta óptica: la teología define la verdad última del hombre por su relación con Dios: fuera del sí fundamental de la libertad humana al amor de Dios que se ha revelado en Cristo no es posible autenticidad humana sustancial alguna.
b) La óptica formal de la psicología. Para las ciencias de la educación, la perspectiva es diversa: es más formal que sustancial o de contenido. No se preocupa tanto del qué cuanto del cómo de la virtud. La madurez moral parece más una cualidad de la conciencia que una orientación de la libertad; en L. Kohlberg parece limitarse además a la capacidad de realizar razonamientos morales de elevado nivel intelectual, inalcanzables en la forma si se prescinde del contenido. Como L. Kohlberg, muchos estudiosos de problemas de educación moral piensan que la madurez moral no la constituyen tanto un tipo u otro de comportamiento cuanto las motivaciones, las actitudes psicológicas, el tipo de conciencia que hay detrás de un comportamiento.
c) La polaridad del desarrollo moral. De esta forma nos encontramos con que la madurez moral se entiende, según los autores, o especialmente como autonomía de la conciencia, o como racionalidad, o como unidad e integración de la persona. De hecho son dimensiones que coinciden con los polos del desarrollo moral. que hemos visto [/antes II, 2, c].
Hay que notar que aquí autonomía moral no hace referencia a valores objetivos: no es todavía libertadpara-determinados-valores, sino sólo libertad de la sujeción a instancias ajenas a la persona, que actúan sobre ella con formas de violencia psicológica (como, p.ej., la interiorización e identificación inconsciente en el caso del superyó), independientemente del hecho de que estas instancias me conduzcan a valores objetivos o no. Una experiencia moral heterónoma (de sumisión no plenamente libre a instancias extrínsecas) es siempre una experiencia inmadura o premoral. De esta manera la racionalidad no se identifica con la posesión efectiva de la razón subjetiva sobre la verdad moral objetiva, sino con una flexibilidad razonable de la conciencia en la adaptación de las acciones de tipo medio al fin que se propone; las normas tienen un valor puramente indicativo; lo que cuenta es la racionalidad del comportamiento que, desvinculándose, si es necesario, de toda norma, busca el bien de forma eficiente, con las modalidades que le impone la situación. El altruismo no es una virtud categorial, una determinada forma de prestación en relación al prójimo, sino la actitud de tenerlo en cuenta al elaborar el razonamiento y el proyecto ético. La integración no consiste en la coherencia entre decisiones subjetivas y valores objetivos, sino en la coherencia entre las instancias internas de la persona, en la ausencia de divisiones internas o de conflictos sin resolver.
Las ciencias de la educación tienen buenos motivos para potenciar este tipo de planteamiento; precisamente ellas no se consideran competentes para determinar el qué del comportamiento moral yse atienen al cómo; no quieren entrar en la discusión sobre la verdad objetiva de los valores, y potencian los modos psicológicos de su actuación; no pueden decidir si un determinado comportamiento (p.ej:, el religioso) es virtuoso o no en sí mismo, y entonces tratan de decir en qué condiciones psicológicas puede decirse que éste es expresión de una personalidad moralmente madura.
d) Virtud y madurez psicológica. La madurez psicológica de la experiencia moral, objeto de la educación moral, y la madurez sustancial (o perfección) moral, objeto de la reflexión teológico-moral, no parecen coincidir y cada una de las dos disciplinas está abocada a hacer una elección, que es a la vez una exclusión. Por esto mantenemos la necesidad de un acercamiento transdisciplinar que permita entender mejor lo específico de cada uno de los dos planteamientos, pero también la continuidad que los une, los lazos que enlazan el cómo con el qué, el contenido material con el sentido formal, la perfección de la virtud con la madurez de la conciencia.
Lazos de este tipo ya existen. Tomemos como ejemplo la autonomía moral. Ni siquiera tal como la entienden los estudiosos del desarrollo moral puede considerarse como algo accesorio o ajeno a la perfección moral. La verdadera virtud no es hacer materialmente el bien, sino quererlo libremente: "lb¡ incipit genus morum ubi primum dominium voluntatis invenitur" (SANTO TOMÁS, 2 Sent., d. 24,3,3). Querer libremente es querer por amor y como algo connatural; sólo quien ama el bien es verdaderamente bueno y lo hace por coherencia consigo mismo y con el propio y libre proyecto de vida. A la luz de la fe; la teonomía sobre la que se basa el compromiso moral cristiano postula la autonomía de la conciencia respecto a cualquier instancia interna o externa que se imponga consciente o inconscientemente, precisamente porque la respuesta del hombre al amor de Dios no puede ser más que una respuesta de amor, y por lo tanto de libertad. San Pablo contrapone la sumisión alienante (por forzada) de una ley extrínseca (aunque sea la ley de Dios) a la libertad que nace de un amor filial, identificando en la primera una especie de símbolo de la incredulidad que pierde, y en la segunda la fe que salva. Avanzar hacia la madurez de la fe es, por lo tanto, crecer en libertad interior, dejar atrás la heteronomía psicológica de quien, precisamente por su propia inmadurez, se encuentra todavía bajo la pedagogía de la ley. La autonomía es una condición de la autenticidad de la virtud.
Por lo que se refiere a la dimensión de la "racionalidad", las sugerencias de los estudiosos de educación moral se encuentran con la recuperación, hoy muy practicada en la teología moral, del papel de la virtud de la prudencia en el ámbito del organismo tomista de las virtudes y con una revisión, también necesitada de más precisiones y aclaraciones, del sentido absoluto de las normas morales -incluso del papel mismo de la norma- en el ámbito de la teología moral. La concepción de Kohlberg de la "principled morality", es decir, de una moral fundamentada, más que en normas, en principios desde los que elaborar las normas, es hoy ampliamente compartida en el campo de la teología moral y es, además, la única válida en numerosos sectores de la vida moral. La virtud es la verdad del hombre; los valores lo son en la medida en que realizan esta verdad; las normas rigen sólo como representación y defensa de los valores; su urgencia se mide sólo por su capacidad de realizar esta verdad del hombre; se interpretan con la razonable flexibilidad que evite que se conviertan en fines. Pero es verdad también lo contrario: no sólo los contenidos de la perfección moral no hacen posible esa perfección sin los modos psicológicos de la madurez moral; estos mismos modos hacen referencia a su vez a los contenidos y remiten a una reflexión sobre la sustancia de la virtud.
La frase de L. Kohlberg "quien conoce el bien lo hace" no es sólo una expresión de su platonismo, poco realista en su unilateralidad; tiene una parte de verdad muy importante para la educación moral. Si conocer el bien es conocerlo en sentido profundo, un sentido que incluye las cualidades de la conciencia que se han indicado como constituyentes de la madurez moral, entonces el verdadero "conocer el bien" culmina de verdad en el "hacer el bien"; porque la libertad humana no es pura indeterminación, sino libertad condicionada y orientada, y cada una de las cualidades de la conciencia que hemos visto [l inmediatamente antes en el apartado c)] constituye una condición no sólo para que la virtud sea verdadera y plenamente tal, sino para que simplemente sea; estas condiciones preorientan la voluntad hacia el bien, se lo hacen accesible y deseable de modo concreto: autonomía, racionalidad, altruismo, integración de la personalidad son el terreno psicológico en el que germina el contenido de la virtud.
e) El carácter moral. En su conjunto, estas cualidades de la conciencia constituyen como un haz de actitudes para el bien que, con Peck y Havighurst, podríamos llamar "carácter moral".
Un carácter moral maduro, en cuanto condicionamiento positivo de la libertad, es a la vez una modalidad de la experiencia moral y una orientación a que tenga contenidos positivos. En el carácter moral se unen la perspectiva formal, que prevalece en las ciencias de la educación, y la perspectiva material o de contenidos, que prevalece en la teología moral.
Desde un punto de vista teológico se puede hacer notar cómo la trascendental intencionalidad de la fecaridad que inspira y califica toda la vida moral del creyente es a la vez una modalidad de la conciencia y un contenido de la experiencia moral. Cristo es nuestra libertad; el fundamento de nuestro altruismo; quien nos da el Espíritu, que es la racionalidad superior de la conciencia creyente, el centro de unidad e integración de toda conciencia creyente. Pero es también el valor supremo y el contenido concreto de toda la vida moral cristiana, que es en toda su extensión un "vivir en Cristo".
III. Dinamismos educativos
No es posible cerrar estas líneas sobre la educación moral sin aludir al tema, más propiamente pedagógico, de los dinamismos y de las estrategias educativas concretas que actúan en el campo de la formación moral.
1. EL AMOR ACOGEDOR. El primero de estos dinamismos, tanto en orden cronológico como en relación con su sentido decisivo, es desde luego el amor. La solicitud amorosa de los padres, su acogida incondicional en relación al niño tiene su eficacia educativa desde los primeros momentos de la vida y está en el origen de esa "confianza de base" que es el fundamento y sostén de todo el posterior compromiso moral. De aquí el papel insustituible de la familia y la primacía educativa de los padres, unidos a los hijos por una forma de afecto que es única por su espontaneidad, intensidad y capacidad de resistencia a todas las desilusiones.
La eficacia educativa del amor paterno va unida no sólo a la cantidad, sino también a la calidad de este amor. El amor capaz de suscitar confianza es el que acoge de manera incondicional, acepta al niño como es, amándolo porque sí, y no a condición de que sea como los padres querrían que fuese. El amor acogedor es el que resiste a la tentación de imponer al educando los propios proyectos educativos, de amar en él un ideal abstracto de humanidad o la proyección de las propias frustraciones, rechazando, más o menos conscientemente, la concreta pero "distinta" riqueza de vida del educando.
Un amor de este tipo hace posible la particular dependencia afectiva del niño respecto de sus padres, que t). P. Ausubel designa con el nombre de "satelización", y que es el vehículo por el que pasan de los padres al niño todas las posteriores influencias educativas. A la luz de la experiencia de la eficacia educativa de este amor incondicionado, el creyente ve en el amor previsor y creativo de Dios el modelo de toda paternidad. En esta línea se podría entender la acción de gracia cofno la eficacia de un amor que transforma devolviendo confianza y fundamentando el optimismo activo y el amor a la vida, que son el sostén indispensable del compromiso moral.
2. UNA DISCIPLINA AMOROSA PERO FIRME. El amor no excluye, sino que inspira y hace constructiva una disciplina educativa, amorosa y razonable, pero también firme y ajena a los cambios de humor de los educadores. La pedagogía más reciente parece redescubrir el sentido insustituible de esta dinámica educativa, que también actúa de forma muy especial en los primeros años de la vida.
La carencia de una oportuna disciplina, capaz de imponer también las frustraciones necesarias haciéndolas soportables por medio del afecto, parece ser, más que una facilidad para el desarrollo de la autonomía moral, una causa de anomía, de desadaptación social, y también una fuente de inseguridad psicológica y de dependencia paralizante. Naturalmente, la disciplina educativa será tanto más eficaz cuanto más razonada y, a partir de una cierta edad, progresivamente condicionada al consenso del educando para que la viva como una forma de autodisciplina. El empleo tardío de disciplinas duras e irracionales no facilita la tarea educativa y crea desafecto y rebeliones contraproducentes.
3. LA ENSEÑANZA MORAL. Como no se debe confundir con el autoritarismo cualquier forma de disciplina educativa, así tampoco se debe excluir de la educación moral cualquier forma de enseñanza moral, confundiéndola con el adoctrinamiento y la manipulación de las conciencias. Especialmente en la llamada "edad de la razón", la educación que renunciase a testimoniar humilde pero decididamente la propia fe en los valores que inspiran su vida perdería una ocasión preciosa de influencia positiva en el desarrollo moral del educando. Sin duda el saber moral, en cuanto "saber valorativo", tiene necesidad de la experiencia personal del educando; pero una cierta enseñanza moral es la condición que hace posible y sensata. esa experiencia. No se puede pretender que cada generación vuelva a recorrer por sí sola el largo e incierto camino recorrido por la humanidad a lo largo del desarrollo milenario de sus conocimientos morales.
Por lo que se ha dicho se comprende que para cada dimensión educativa específica existe un momento ideal de máxima eficacia, una ocasión única, en cierto sentido, que se presenta una sola vez en la edad evolutiva. Perdida esta ocasión, su posible recuperación presenta dificultades suplementarias no fácilmente superables. Y así el amor acogedor y la disciplina tienen su máxima eficacia educativa en la infancia, la enseñanza moral en la edad de la razón.
4. LA IDENTIFICACIÓN. Durante la adolescencia tiene su momento de máxima eficacia la dinámica de la identificación. Aunque una primera forma inconsciente de identificación con los padres ya ha tenido lugar en la infancia, favorecida por la satelización y culminada en la formación del superyó, es durante la adolescencia cuando el muchacho se identifica, de manera cada vez más consciente, con el grupo de sus compañeros de edad (peer group), con los que comparte valores, asimila formas estereotipadas de comportamiento, reglas de juego y de convivencia y auténticas normas morales (l Escuela V, 1). La adolescencia es también el momento de una cierta identificación fantástica (a través del "soñar despierto'~ con figuras exitosas de adultos, que una tras otra van configurando, en una secuencia a veces muy rápida, su yo ideal.
La identificación no es sólo una forma de imitación exterior, sino una verdadera asimilación interior, que lleva a imaginarse y pensarse en la piel del propio héroe. Sólo en la segunda adolescencia este ideal imaginario es sustituido por un ideal del propio yo más concreto y menos dependiente de plagios ajenos. Así las distintas formas de identificación ideal constituyen casi una serie de intentos sucesivos de aproximación, que conducen al encuentro con la propia, identidad real.
5. LA RESPONSABILIZACIÓN. Otra dinámica educativa la constituye la responsabilización. Responsabilizar es crear las condiciones para que, a través de su misma experiencia, el joven pueda llegar a ser consciente de la eficacia positiva o negativa que sus decisiones y actos tienen sobre los demás y sobre la sociedad. De este modo a la educación se le encomienda que haga transparente la realidad de la solidaridad que une a cada hombre con cualquier otro hombre, encargando a cada uno la posibilidad de influir de manera decisiva en el destino de otras personas que de algún modo le han sido confiadas.
El sentido de responsabilidad es una cualidad ética del adulto maduro. Por esto la responsabilización actúa con la máxima eficacia al alcanzar la edad adulta cuando a los educadores individuales los reemplaza el educador colectivo "sociedad", que encomienda al joven una tarea significativa y un papel social reconocido, abriéndolo así al campo de las responsabilidades sociales y familiares.
Naturalmente, una sociedad que tiende a relegar a los jóvenes a "zonas de aparcamiento" renuncia a estas tareas educativas que le corresponden y termina por convertirse en una sociedad de la no-responsabilidad. En estos casos, instituciones educativas menos globales pueden -aunque sólo parcialmente- reemplazar al educador que es la sociedad, estimulando, por medio de experiencias de l voluntariado caritativo, de servicios educativos y de compromiso social, en un nivel prepolítico, la formación del sentido de responsabilidad que la sociedad no es capaz de suscitar.
Con la entrada en la edad adulta el hombre se convierte en el principal educador moral de sí mismo y vive su propio compromiso precisamente como continua plasmación de su propia personalidad y de su propio carácter moral. La reflexión sobre su experiencia personal es ya su principal maestro; el ejercicio de las virtudes, el esfuerzo de perfección personal, la tendencia autorrenovada a una t conversión permanente son las dinámicas educativas que le ayudan en su objetivo de maduración moral, que ya no se concluirá del todo en esta vida.
[/Ciencias humanas y ética; /Educación sexual; /Escuela; /Valor moral; /Virtud].
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